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El costo oculto de desmontar la DEI: cómo las mujeres pagan el precio de la desigualdad

A diferencia de lo que vemos en discursos actuales, las políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) aseguran progreso social y económico para las empresas y gobiernos.

En los últimos años, las políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) han pasado de ser una prioridad estratégica en empresas y gobiernos a convertirse en el blanco de críticas que las tachan de innecesarias, divisivas o incluso contraproducentes. A medida que algunas compañías eliminan iniciativas de equidad y ciertos gobiernos las recortan de sus agendas, surge una pregunta clave: ¿qué implica realmente este retroceso? Lo que sí es claro es que no todas las mujeres lo experimentan de la misma manera.

La interseccionalidad, un concepto acuñado por Kimberlé Crenshaw en los años 80, explica cómo distintas formas de discriminación —género, raza, clase, discapacidad, orientación sexual, entre otras— se cruzan y crean barreras únicas. No es lo mismo ser una mujer en el ámbito corporativo que ser una mujer indígena, con discapacidad o parte de la comunidad LGBTQ+. Cuando las políticas de inclusión se debilitan o desaparecen, quienes más dependen de ellas para acceder a oportunidades son las más afectadas.

Los datos lo confirman. Un informe de McKinsey en 2023 encontró que la representación de mujeres en posiciones de liderazgo creció significativamente en empresas con estrategias robustas de DEI, pero se estancó en aquellas que decidieron no implementarlas. En Estados Unidos, la eliminación de programas de acción afirmativa en algunas universidades redujo hasta en un 20% las inscripciones de mujeres racializadas en sectores clave como ciencia y tecnología. En América Latina, el Banco Interamericano de Desarrollo señala que la brecha salarial de género sigue siendo del 17%, pero se duplica cuando se consideran factores como raza y migración.

A pesar de estas evidencias, el discurso antiDEI ha ganado terreno, apelando a la idea de que la inclusión es innecesaria porque "ya todos tenemos las mismas oportunidades". Se promueve un falso regreso a la meritocracia, como si las desigualdades estructurales hubieran desaparecido de un día para otro. Pero esta narrativa ignora el punto de partida: no se puede hablar de igualdad de condiciones cuando hay mujeres que aún enfrentan mayores obstáculos para acceder a educación, financiamiento o posiciones de liderazgo simplemente por su origen, color de piel o condición social.

El impacto de este retroceso ya es palpable. Un estudio de Lean In y McKinsey reveló que, por cada 100 hombres ascendidos a puestos gerenciales, solo 87 mujeres reciben la misma oportunidad. En el caso de mujeres negras y latinas, la cifra cae a 73. En México, el Centro de Investigación de la Mujer en la Alta Dirección (CIMAD) encontró que la pandemia no solo frenó el avance de mujeres en posiciones ejecutivas, sino que, en sectores como manufactura y servicios, su participación laboral retrocedió a niveles de hace una década.

Más allá de los números, el mensaje es claro: cuando se desmantelan estos programas, la equidad se vuelve opcional. Y cuando se deja a la buena voluntad de empresas y gobiernos, las brechas no solo permanecen, sino que se ensanchan. No basta con decir que las mujeres deben "ganarse su lugar"; hay que reconocer que no todas compiten desde la misma línea de salida.

El reto ahora no es solo frenar la narrativa antiDEI, sino replantear cómo comunicamos su importancia. La inclusión no es un capricho ni una tendencia pasajera, sino una estrategia comprobada para mejorar la productividad, la innovación y el desarrollo económico. Las empresas con mayor diversidad en sus equipos directivos tienen un 36% más de probabilidades de superar financieramente a sus competidores, según McKinsey. A nivel global, garantizar la participación equitativa de mujeres en la economía podría sumar hasta 12 billones de dólares al PIB, de acuerdo con el Foro Económico Mundial.

El retroceso en las políticas de DEI no es solo un problema de percepción; es una decisión con consecuencias reales para miles de mujeres, especialmente aquellas que enfrentan múltiples formas de discriminación. Ignorar esta realidad perpetúa un sistema que sigue beneficiando a unos cuantos mientras deja fuera a muchas.

La equidad no es un favor ni una concesión, sino una base fundamental para el progreso social y económico. Más que debatir su necesidad, el reto es consolidar políticas que generen cambios reales y sostenibles. Porque cuando la inclusión se debilita, las desigualdades no solo persisten, sino que se profundizan. La igualdad no es algo que suceda por sí sola; es un proyecto colectivo que requiere compromiso, acciones concretas y esfuerzos constantes.

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SOBRE LA AUTORA

SCARLETT LIMÓN CRUMP

Analista Internacional, especialista en Género y DEI.